Earl Grey de La Ideal

Tea and Sympathy (1956) - IMDb
Tea and  Sympathy (1956), de Vincente Minnelli


Lo sublime, según Kant, es una categoría estética que refiere a la experimentación de lo inconmensurable, lo suprasensible. Mientras que lo bello es lo dominado y cercano, capaz de producir placer, lo sublime es lo no dominado y distante, por lo que puede llegar a generar displacer o temor en el sujeto, al ser incapaz de asir ese objeto en su totalidad. Esa distancia amparada en la contemplación define a lo sublime, que puede estar tanto en la naturaleza como en la vida social.

En el capitalismo contemporáneo, parece ser una marca de época que lo sublime en términos estéticos y lo pobre en términos morales, sobre todo en una moral del trabajo, se conjuguen a mismo tiempo. Hago estas reflexiones porque, en la semana, pude ir a la confitería notable La Ideal, ubicada a una cuadra y media del Obelisco, de una arquitectura francamente sublime. Fui dos veces, de hecho: el martes por la tarde, y el miércoles al mediodía, cuando salía de la facultad. La atención fue mala (el primer día, el segundo estuvo bastante bien) y hubo que esperar una eternidad hasta que nos tomaran la orden a mí y mis amigas con las que fui. Mi conjetura, al conocer el rubro gastronómico desde adentro, fue: mucha clientela, poco personal que tiene que hacer mucho trabajo, condiciones laborales pobres. Eso me hizo pensar en aquellos que se lamentan de la demolición de edificios históricos. ¿Cuál es la diferencia entre una fachada tradicional y una postmoderna y fea, si las condiciones de trabajo siguen siendo igual de nefastas? ¿qué diferencia hay entre el resguardo en los salones de principio de siglo y a exposición en los mostradores directo a la calle? Si ambos maquillan la precariedad, los salarios mínimos y la explotación física que se esconde puertas adentro. Pasado este arrebato bastante arbitrario y visceral, seguimos con lo nuestro. Si es que se puede.

 

La realidad es que fui una segunda vez  para probar las opciones de té que tenían. La variedad es mínima: negro común, Earl Grey, de jengibre, "chamomile" (o sea, té de manzanilla. Huyan de cualquier establecimiento que les ofrezca algo tan pueril y noble -y delicioso- como el té de manzanilla bajo un nombre anglosajón) y de hibiscus. Todavía no reseñé un Earl Grey en el blog, uno de mis té favoritos, así que me pareció un buen momento. Es de los más conocidos, apenas necesita presentación: es un té negro suave, aromatizado con bergamota, una fruta cítrica a medio camino entre una lima y una naranja.

 

Lo que me llamó la atención, desde un principio, fue el aroma. No quiero exagerar, pero la pequeña pava con difusor en el cual lo trajeron desprendía olor a cuando ponés un trapo con agua hirviendo en el balde para limpiarlo. Una vez servido, la cosa cambió (menos mal), siendo ahora un aroma bastante más fuerte a los que tengo asociados con otros Earl Grey. Al probarlo, me sorprendí mucho. Es uno de los tés más complejos que probé alguna vez. Primero, el sabor, al igual que el aroma, era bastante fuerte para este tipo de blend. La acidez cítrica ligera y fresca de los otros que probé estaba cambiada por un sabor más especiado, y con una preeminencia de un amargor profundo, que se quedaba en los labios, y que se acompañaba de forma muy potente por el aroma. Me pregunté si las hebras tenían cáscaras de bergamota en lugar de esencia o aceite y, cuando levanté la tapa de la pava, lo confirmé. También tenía algunas flores de la planta, algo que no había visto en otros, ni siquiera en propuestas no-industriales como las de El gato negro (o no que yo recuerde). Si bien eso me pareció muy interesante, la astringencia tan marcada me resultaba incómoda, fuera de lugar. A mí me gusta el té fuerte, pero hay una diferencia entre un té que es fuerte de por sí, un té con cuerpo robusto y sabor amargo y malteado, y un té que sabe fuerte porque está mal hecho, ya sea por pasarse en el tiempo de infusión o porque tiene una cantidad excesiva de hojas. Siempre suelo tomar dos tazas, porque en general es la cantidad que trae y para poder probarlo un poco más intenso, con más tiempo de infusión, y no hice excepción en este caso. Craso error. La segunda taza era intomable, todo lo que mencioné antes estaba elevado al nivel de lo vomitivo (no por feo, sino por esa cualidad astringente inherente al té. Realmente, me cayó mal). Cuando miré mejor, el difusor de la pavita estaba repleto de hebras hasta arriba, una cantidad descomunal para apenas dos tazas. Ni en la tetera de mi casa pongo tanto, y entran ocho tazas chicas. Ahí entendí todo.

Me quedo con la sensación de que, si hubiera estado hecho en condiciones, hubiera sido un té exquisito. No sé si voy a volver alguna vez a darles otra oportunidad. Espero que, para ese entonces, no sigan haciendo correr a sus pobres empleados en un salón gigante lleno de turistas yanquis y alemanes que los miran con desprecio. El té es lo de menos.

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